No Time

Por Diego Palacios
No Time

La autoconciencia como don y condena

Hay algo que nos caracteriza como seres humanos y nos diferencia del resto de los animales: la autoconciencia. Es decir, la capacidad de pensar sobre nuestros propios pensamientos.

Lo valioso de esa autoconciencia —y lo que la hace útil— es que nos permite identificar patrones automáticos de pensamiento que se han impreso en nuestra mente por traumas, hábitos o costumbre. Si así lo queremos, podemos detenernos, observar esos pensamientos, pensar en ellos y hacer algo al respecto.

Pero, al mismo tiempo, puede ser una condena ser tan conscientes de nuestra propia existencia. Claro que todos queremos experimentar las buenas sensaciones, pero para vivir plenamente tenemos que exponernos también a lo desagradable: decepciones, pérdidas, dolor físico y emocional. Aunque no busquemos ese dolor, la vida lo trae, y según la dicotomía del control de los estoicos, hay cosas que podemos controlar y otras que no.

Ese dolor inevitable que trae la vida es precisamente una de esas cosas que están fuera de nuestro control.

Circunstancia y felicidad

Ese mismo principio se extiende más allá del dolor: tampoco elegimos las circunstancias en las que llegamos al mundo. No podemos decidir dónde ni cuándo nacer —de hecho, no podemos decidir nacer en absoluto—. Algunos pocos llegan a este mundo en condiciones que hacen su paso más placentero, con más oportunidades y menos sufrimiento, mientras que otros viven una existencia más dura, con apenas destellos de alegría.

Esto nos lleva inevitablemente a otra pregunta: ¿qué es la felicidad? A simple vista parece sencillo, pero no lo es. Hay personas con muy poco que se sienten plenas y amadas, y otras con abundancia material que viven sumidas en la tristeza.

No se trata de romantizar la pobreza ni de decir que una vida sea mejor que otra. La realidad no cabe en dos cajas —lo bueno y lo malo—. La vida desafía constantemente nuestras creencias, que intentan reducir lo infinito y lo impredecible de la existencia a un sistema finito de ideas.

Hasta ahora he intentado reflejar precisamente eso: lo aleatorio de la vida, la intensidad con la que (unos más, otros menos) la sentimos y percibimos cada estímulo. A veces es placer, a veces es dolor.

Camus y el movimiento de la conciencia

Y entonces recuerdo las palabras de Albert Camus al inicio de El mito de Sísifo:

“Juzgar si la vida vale o no vale la pena de vivirla es responder a la pregunta fundamental de la filosofía. Las demás —si el mundo tiene tres dimensiones, si el espíritu tiene nueve o doce categorías— vienen después. Se trata de juegos; primeramente hay que responder.”

A lo largo del libro, Camus explica cómo, al descubrir que ni la fe ni la ciencia resuelven del todo nuestras preguntas existenciales, “los decorados se derrumban”. Y describe así el momento del despertar:

“Levantarse, coger el tranvía, cuatro horas de oficina o de fábrica, la comida, el tranvía, cuatro horas de trabajo, la cena, el sueño… lunes, martes, miércoles, jueves, viernes, sábado, todo en el mismo ritmo. Pero un día surge el ‘por qué’, y todo comienza con esa lasitud teñida de asombro. Comienza: esto es importante. La lasitud está al final de los actos de una vida maquinal, pero inicia al mismo tiempo el movimiento de la conciencia.”

Sé que puede sonar muy duro para algunos, pero ese movimiento de la conciencia lleva a algunos al suicidio, a otros, a refugiarse en creencias reconfortantes, cerrando los oídos ante todo lo que las contradiga. Pero también hay quienes aceptan lo absurdo de la existencia, su caos y su belleza, y eligen ejercer el único poder que realmente poseen: vivir, sabiendo que la vida es absurda.

El punto azul pálido

Nos damos cuenta de que somos solo animales conscientes flotando en un universo misterioso, sobre un “punto azul pálido”, como lo llamó Carl Sagan al pedir que la sonda Voyager 1 girara su cámara para fotografiar la Tierra. En ese punto se han librado todas las guerras, todas las disputas, todos los sueños.

Según la ciencia, el universo sigue expandiéndose, y nuestro sol —dentro de unos cinco mil millones de años— se transformará en una gigante roja, un proceso que probablemente resultará en la absorción de Mercurio y Venus, y potencialmente también de la Tierra.

Pensar en ello puede parecer lejano, pero es una forma de recordarnos lo diminuto y efímero de todo lo que conocemos. La aparente solidez de nuestras vidas, de nuestras ciudades y de nuestras preocupaciones se desvanece frente a esa escala cósmica. Saber que incluso el Sol tiene fecha de caducidad nos recuerda que nada escapa al cambio ni al fin, que lo eterno es solo una ilusión de nuestra escala humana.

Comprenderlo no debería llevarnos a la desesperación, sino a la gratitud: a vivir con más consciencia, porque aceptar que todo acaba puede ser, tal vez, la forma más lúcida de empezar a vivir.

Memento mori

Muchos evitamos pensar en ello, porque duele. La religión ayuda a algunos a sobrellevarlo. Pero hay otra herramienta más humana: el memento mori, “recuerda la muerte”.

Los estoicos lo practicaban como una forma de mantener la perspectiva. En la antigua Roma, existía la tradición de que durante los desfiles triunfales, cuando un general regresaba victorioso de una campaña, un sirviente caminaba tras él en la carroza murmurándole: «Respice post te; hominem te memento» —“Mira detrás de ti; recuerda que eres humano”.

Más que un hecho documentado con precisión, se trata de una imagen simbólica que representa el espíritu del memento mori: un recordatorio de humildad ante la gloria y de la inevitabilidad del fin.

Marco Aurelio, emperador y filósofo, también meditaba sobre esta idea. En sus Meditaciones (Libro IV, sección 17) escribió:

“No actúes como si fueras a vivir diez mil años. La muerte te acecha. Mientras vivas, mientras sea posible, sé bueno.”

Y más adelante, en el Libro XII, añadió:

“No es la muerte lo que un hombre debe temer, sino el no empezar nunca a vivir.”

Recordar la muerte, tanto en las derrotas como en las victorias, no es un gesto lúgubre, sino un acto de sabiduría. Nos mantiene con los pies en la tierra y nos prepara para mirar a la muerte a los ojos cuando llegue el momento.

No hay tiempo

Todas estas reflexiones, lecturas e indagaciones sobre la naturaleza de la existencia son valiosas. Nos ayudan a entendernos, a cuestionar, a crecer. Pero dedicar la vida entera a buscar un significado último puede volverse una tarea sin fin.

Por más que la razón y la curiosidad nos impulsen —y debamos seguir aprendiendo y desarrollándonos—, hay un punto en el que simplemente hay que vivir. La vida es demasiado corta para quedarnos atrapados en teorías, esperando entenderlo todo antes de experimentarla.

Después de todo esto, para mí, la conclusión más simple —y quizás la más honesta— es que no hay tiempo.

"No Time" no es solo un nombre, es una forma de recordar que la existencia es fugaz, que lo absurdo y lo bello van de la mano, y que lo único que realmente tenemos es este instante.